Las servilletas de papel no sirven para llorar.
Son muy poco
resistentes a los líquidos, se debilitan y se rompen con facilidad, te lastiman
los lacrimales y la córnea, te tumban las pestañas y hacen que tu maquillaje,
aparte de corrido, quede con marcas raras.
Las servilletas de papel no son para llorar, son para las
empanadas y la grasa de los dedos.
Sirven para sostener la pizza y los vasos
desechables con café muy caliente, pero no consuelan, no entienden, no miman.
Por eso no hay que llorar en las cafeterías.
Salí de ese lugar de M I E R D A, que me encantaba hace unas
horas, con el autoestima hecha tiritas finas, tipo trituradora de papel.
Antes
de salir había juntado todas mis tiritas y las llevaba en una bolsa, porque no
iba a botarlas (nunca), sino esperar a llegar a casa para armar el rompecabezas
y pegarlas como iban.
Cuando me di cuenta que escribía mejor borracha me asusté.
No
porque tomara mucho en el presente y eso tuviera algún efecto negativo en mi
vida.
Sino porque si quería escribir como me gustaba, tendría que vivir gastando la plata que no tengo y sabemos que la cerveza saca barriga.
Entonces, venía con mis tiritas de autoestima rota y vi ese
café de servilletas de papel.
Necesitaba desayunar y necesitaba sentarme, así
que pedí un litro de Quilmes y me puse a llorar en la mesa del fondo, como bien
sabía hacerlo desde 1989.
Así descubrí lo de las servilletas.
Es jodido cuando las cosas no salen como uno quiere.
Aparte de la frustración personal, toca lidiar con las preguntas de la gente y a veces, a veces justo preguntan cuando el alma no está tan fuerte y sale la voz en un hilito de chicle estirado, en un "bien" que suena "mal" y te ves reflejado en la mirada del otro con cara de perro, ojos vidriosos y una sonrisa a medias dando las gracias.